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Política exterior sin brújula

Lea aquí la última columna de opinión de Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown.

El gobierno de Alberto Fernández no tiene direccionalidad en su política exterior, no se sabe a dónde va. Es decir, carece de una visión estratégica que le permita proyectar los valores del país en el mundo, construir alianzas y proteger el interés nacional en el sistema internacional.

La credibilidad de un Estado se basa en tener propósitos permanentes. Estos cinco meses, sin embargo, ilustran tanto la ausencia de dicha dimensión como la presencia de inclinaciones ideológicas reñidas con los principios que la propia Constitución del país impone. Si ello es negativo en tiempos normales, pues puede ser peor en la actual crisis global. Ejemplos a continuación.

Fernández se involucró en la crisis política boliviana antes de asumir, tomando partido por Evo Morales. Luego le concedió un confuso status de asilado-huésped para que use el país como tribuna, contraviniendo tratados internacionales en la materia. Para ello debe omitir que Morales cometió un grosero fraude electoral, violando la condición número uno de la democracia: la soberanía del voto. Así lo determinaron la OEA, con observación y posterior auditoría de los cómputos, y la Unión Europea con su propia misión electoral.

Lo de Morales fue una concesión dirigida al eje bolivariano, alineamiento que mantuvo en la elección del Secretario General de la OEA. Tal vez no casualmente, la posición argentina se conoció a comienzos de enero, apenas regresó la vicepresidente Kirchner de un viaje familiar a La Habana. Una secuencia de por sí reveladora, el voto a la candidata castro-chavista alejó a Argentina de la mayoría de las democracias de la región que apoyaron a Luis Almagro.

La ideología también está presente en las negociaciones de la deuda externa, siempre acompañadas por un radicalismo retórico contraproducente para los intereses del país. Los slogans, formulados para la tribuna de seguidores, solo sirven para irritar a los acreedores—como siempre, muchos de ellos argentinos, dicho sea de paso—y a los organismos financieros internacionales.

Se ignora con ello que tanto el FMI como la Administración Trump tuvieron más de un gesto indicando su voluntad de apoyar a Argentina para evitar el default. A su vez, el G7 y los países miembros de la OCDE expresaron una recomendación general en favor de políticas de expansión fiscal, flexibilización monetaria y simplificación regulatoria a efectos de enfrentar la crisis económica que acompaña la emergencia de salud pública.

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El Presidente Carlos Alvarado de Costa Rica, por su parte, formuló una propuesta de asistencia financiera con tasas cero, fijas y de largo plazo para países de ingreso medio con el objetivo de mitigar la recesión. El FMI, el multilateralismo hemisférico—OEA, BID, Cepal—y la mayoría de los gobiernos de la región recibieron la idea con beneplácito. Paradójicamente, la pandemia ha generado un clima propicio para la adopción de medidas ventajosas para economías emergentes endeudadas. Argentina podría aprovecharlo.

Claro que ello requiere negociación diplomática, que por definición ocurre en voz baja y en privado, mientras el gobierno insiste en hablarle a los acreedores y a los organismos financieros a través de titulares de prensa y con el manual de barricada en la mano. Si la historia siempre ocurre dos veces, el equipo Kirchner-Kicillof parece estar fatalmente condenado a encontrar un nuevo Griesa.

No sería farsa, solo un profundo golpe a la economía del país. El kirchnerismo y la deuda es la fábula del escorpión y la rana. Matar equivale a un suicidio, pero así es su naturaleza.

El ejemplo de Mercosur también es pertinente. El gobierno decidió no participar en negociaciones nuevas con terceros países. Ello en atención a prioridades internas debido a la pandemia, informó la Cancillería, indicando que ello no será obstáculo para que los demás Estados parte prosigan con los diversos procesos negociadores, fundamentalmente con India. Suena a un permiso que nadie pidió.

Retirándose, el gobierno argentino desafía las teorías probadas sobre regionalismo y comercio internacional, y sobre relaciones internacionales en general. Este último campo de estudio se estructura sobre tres principios heurísticos fundamentales. Resumidamente, el “realismo” nos dice que en un sistema internacional en anarquía los Estados deben luchar por su supervivencia. Ello los convierte en entidades unificadas y racionales que maximizan seguridad, es decir, poder y riqueza.

El segundo, el “institucionalismo”, nos dice que, precisamente por el carácter anárquico del sistema, lo racional para los Estados es cooperar, o sea, comerciar, formar alianzas y con ello procurar más riqueza y seguridad. El tercer principio, llamado por algunos “constructivismo”, nos dice que los Estados tienen historia, cultura e identidad, patrones que proyectan en sus relaciones con el mundo y que, racionalmente o no, ello tiene enorme poder explicativo.

Desde luego, el mundo real es la combinación de las tres nociones. El valor analítico de las proposiciones ancladas en el realismo es proporcional al tamaño, riqueza y capacidad militar de un Estado, es decir, su poder estructural. Sin embargo, el gobierno de Fernández erra en el calculo de qué lugar ocupa en el mundo. Es superfluo cuando el gobierno argentino dice que “no será obstáculo” para que los procesos negociadores en curso en el marco de Mercosur continúen. Ello fue dejado claro al instante por las cancillerías de Paraguay y Uruguay. Nótese, no hizo falta que hablara Brasil.

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Todos los Estados cooperan y forman alianzas, aún los más poderosos. La necesidad de ello, sin embargo, es mayor para Estados pequeños, economías en desarrollo y países con reducido poder estructural. Argentina está en esa categoría, lo cual hace más inexplicable su decisión de aislarse de sus aliados naturales y renunciar a comerciar con, y captar inversión de, una economía de un tamaño equivalente a todo el bloque. India es la quinta economía del planeta.

El argumento esgrimido, atender las necesidades internas de la pandemia, no hace más que subrayar lo contrario, la necesidad de abrirse a dichas oportunidades. “Vivir con lo nuestro” ni siquiera era viable cuando Aldo Ferrer acuñó la frase en 1983, mucho menos en este siglo. Y mucho menos en pandemia, una crisis sistémica que nos tira la globalización en la cara. Más vale que lo entendamos y nos hagamos cargo.

Finalmente, en sentido histórico Argentina ha proyectado tres principios identitarios sobre la escena internacional para articular su política exterior. El primero es la soberanía sobre las islas Malvinas, un reclamo con enorme valor simbólico pero con pocas consecuencias en términos concretos.

El segundo ha sido los derechos humanos. Una verdadera “marca país”, el problema es que Argentina hoy es aliada de un cartel criminal, el de Maduro, y de la dictadura más antigua del continente, la cubana.

El tercer componente identitario es Mercosur, la política exterior de la democracia argentina de Alfonsín a Macri. Pero Fernández le dice al país y al mundo que su compromiso con el bloque es hoy más débil que nunca.

Pues de eso se trata una política exterior “sin brújula”. Es decir, a la deriva, sin principios ni intereses por seguir una ideología autoritaria que reniega de los valores esenciales de la sociedad: libertad, democracia, derechos humanos e integración regional.

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