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Artículo de opinión de Héctor Schamis: Capitalismo de partido único

Lea aquí la más reciente columna de opinión del profesor Héctor Schamis.

El Senado de Estados Unidos aprobó un proyecto de ley para financiar inversiones en tecnología y producción industrial. Llamada “Ley de Innovación y Competencia”, asigna billones de dólares del gobierno federal para Investigación y Desarrollo, R. & D. es su sigla en inglés. Robótica, biotecnología e inteligencia artificial están entre esas actividades, todas integradas a la mega-industria de los semiconductores.

Se trata de inversiones estratégicas que el sector privado por lo general no asume por su cuenta debido a las magnitudes involucradas. Es un estímulo a estas verdaderas “fábricas de innovación”, la política industrial que tiene sentido en la economía del conocimiento de hoy. Las ciencias básicas, la tecnología y la infraestructura son costosas, pero generan beneficios extraordinarios en el mediano y largo plazo para la sociedad en su conjunto.

En la postguerra los programas de R. & D. impulsaron el boom industrial de la segunda mitad del siglo XX con erogaciones que llegaron a superar el 2% del PIB en los años 60. En décadas posteriores, sin embargo, se registra una reducción de dichas inversiones, representando hoy solo 0.65% del PIB. Ello equivale a la mitad de lo que China asigna a dicho ítem de sus cuentas públicas, 1.30% del PIB, líder mundial en el rubro en términos relativos y absolutos.

Precisamente, de ahí la ley. La preocupación era central en la agenda de la administración anterior, ya sea por las controversias sobre el origen del COVID-19, el desequilibrio comercial, las inclinaciones proteccionistas de Trump, o las tensiones en el Mar de China Meridional y sus inevitables amenazas a la seguridad nacional y de sus aliados.

Pero ahora se trata de una inquietud compartida. La competencia comercial y tecnológica, y sus variables militares son discusión obligada en el Congreso, la Casa Blanca y el Pentágono por igual. Ello obliga a Estados Unidos a alcanzar a China, “catch up with”, pues viene corriendo de atrás en varios aspectos de la rivalidad. Uno de ellos es ciertamente Investigación y Desarrollo.

Apodado “legislación anti-China”, el proyecto se aprobó con sólido apoyo bipartidista y con un debate barnizado con el lenguaje de la Guerra Fría, con advertencias sobre la necesidad de actuar en la materia para no dejar a la nación en situación de dependencia estratégica con su mayor adversario geopolítico. Riqueza y poder, los viejos temas del realismo en relaciones internacionales están de regreso.

Y no es mera teoría. Considérese que Huawei ya lidera en tecnología 5G, con inversiones, financiamiento operativo y subsidios provistos por el Estado; que el mayor fabricante de semiconductores del mundo, Taiwan Semiconductors, es proveedor de empresas chinas y americanas por igual; y que Xi Jinping asegura con frecuencia que la reunificación de Taiwán con China continental es “inevitable”, mensaje que enfatiza exhibiendo su flota naval, la mayor del mundo, en el área.

Así, la “nueva Guerra Fría” es cada vez menos fría. El mundo post-pandemia emerge con una bipolaridad reforzada y con aspectos centrales de la gobernabilidad sistémica en proceso de reconfiguración.

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En este sentido, el significado profundo de la ley recién aprobada es que implícitamente reconoce las limitaciones de la ecuación optimista de los años noventa, aquella que infería una causalidad relativamente directa entre la introducción del mercado y sus efectos políticos benignos y deseables, la democracia.

De hecho, la transformación post-comunista en la Europa de fin de siglo XX le hablaba a estos temas clásicos, la libertad económica y su (a menudo errático) gemelo, la libertad política. En definitiva el razonamiento era que “sin burguesía no hay democracia”, con lo cual la forma política del capitalismo es la democracia; el capitalismo como condición necesaria para la democracia.

Claro que no es condición suficiente. La espectacular transformación capitalista china bajo el Partido Comunista lo ratifica a diario. Alguna vez se pensaba que la libertad también llegaría a China como consecuencia natural de la prosperidad, una evocación a la noción de orden espontáneo de Adam Smith. El 60% por ciento del producto, 70% de la innovación tecnológica, 80% del empleo urbano y 90% de las exportaciones están en manos privadas, y sin embargo no ha ocurrido.

Más bien lo contrario. La apertura económica había sido iniciada por Deng Xiaoping en 1977, años de crisis. Sus “Cuatro Modernizaciones” tenían como objetivo incrementar la eficiencia agregada en agricultura, industria, defensa, y ciencia y tecnología, justamente. En el camino sirvió para reconcentrar poder en manos de la burocracia del partido, estabilizar el sistema y hacer de China una superpotencia. Recuérdese que cada 4 de junio se conmemora la Masacre de Tiannamen Square de 1989.

Ese es el “modelo chino”, espejismo que encandila a todo autócrata del planeta, sobre todo a los que se dicen “de izquierda”. Curiosamente, no existe capitalismo más salvaje—o sea, más explotador y represivo—que el que impera en países con sistema de partido único que se llaman “socialistas”. Alcanza con leer su legislación laboral y sindical para compararla con las democracias liberales occidentales. En suma, un capitalismo prebendario, opresivo, corrupto y, en definitiva, criminal.

La (in)gobernabilidad mencionada antes tiene que ver con la pretensión de imitar, adoptar, copiar el modelo chino, objetivo exacerbado por la crisis del COVID-19. Existe un cierto consenso ficticio—ya que transcurre en las redes sociales manufacturado por la propaganda—que dice que dicho modelo es superior, que asigna recursos con más eficiencia, que identifica las prioridades nacionales con mayor rapidez y que las pueden implementar con eficacia porque el poder está centralizado.

Nos dicen que las democracias no saben gestionar, que no pueden invertir recursos y poder decisorio en las innovaciones necesarias para generar riqueza, que su ineficacia las hace fracasar. De pronto la manipulación abrumadora ha sido capaz de invertir la ecuación fundamental de Occidente: la libertad ya no es condición inherente a la prosperidad, ahora es su obstáculo.

En la normalización actual del totalitarismo el control social se ve como inevitable y necesario. Ocurra por medio de la hegemonía ideológica imperceptible o de la coerción explícita, se lo analiza y debate como cualquier otra política pública, una controversia tan técnica y neutral como determinar el nivel óptimo de la oferta monetaria o la regulación de los monopolios naturales. Así, el uso de la fuerza del Estado también se reduce a un mero procedimiento administrativo, función para la cual este sistema es notablemente más eficiente. En Hong Kong lo tienen claro, “un país, dos sistemas” no ha sido más que una promesa incumplida.

Mientras tanto China distribuye vacunas en diversas latitudes con celeridad. En la nueva Guerra Fría, CanSino, Sinopharm y Sinovac son parte del arsenal tanto como Huawei, una fina combinación de diplomacia, relaciones públicas y propaganda. La libertad no debería ser el precio a pagar por la salud, pero sin salud tampoco hay libertad posible.

Ese es el nuevo paradigma de los déspotas que promueven el “modelo chino” de capitalismo de partido único. Partido único de jure, como en Cuba, o de facto, como en buena parte de América Latina—concretamente Venezuela, Nicaragua y Bolivia—bajo la larga sombra de La Habana. Pero este es otro tema, queridos lectores, a ser continuado. Parte II, la próxima semana.

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