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Héctor Schamis Día Internacional de la Mujer

El feminismo y la otra mitad: por Héctor Schamis

Lea aquí la última columna de opinión de Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown.

El Día Internacional de la Mujer es aspiracional, una agenda de derechos aún hoy truncada. Parte del problema es que segmentos importantes del movimiento han desandado el camino de las demandas materiales para adoptar un sesgo marcadamente identitario y culturalista

Todos los 8 de marzo se observa el “Día Internacional de la Mujer”, y así ocurrió esta semana que termina. En rigor de verdad, debería llevar por nombre “Día Internacional por los Derechos de la Mujer”. Ese es el sentido de la fecha, conmemorar más de un siglo de lucha por la igualdad en favor de un grupo social definido por su género.

Es una historia de comienzos del siglo XX, época de profundo malestar social asociado a las luchas sindicales en los inicios de la revolución industrial. En ellas las mujeres comenzaron a identificar una forma de opresión adicional, por su género. En 1908 se registró la primera movilización en Estados Unidos, 15 mil mujeres marcharon por Nueva York exigiendo una jornada laboral más corta, mejor paga y el derecho al voto.

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El primer Día Nacional de la Mujer fue observado en Estados Unidos el 28 de febrero de 1909 a partir de una declaración del Partido Socialista. En 1910 en Copenhagen, en una conferencia de más de cien mujeres de 17 países, en su mayoría dirigentes socialistas, se aprobó la designación del Día Internacional de la Mujer, si bien entonces no tuvo una fecha fija en el calendario.

En Rusia se observó el primer Día Internacional de la Mujer el 23 de febrero de 1913, y a posteriori se designó el 8 de marzo, día equivalente en el calendario Gregoriano. Fue recién en 1975 que la fecha se internacionalizó al ser adoptada por las Naciones Unidas.

La raíz socialista del movimiento feminista es incontestable. La problemática de género no era ajena al marxismo-leninismo, especialmente para Engels. En su lectura, el cambio económico—la transición a la sociedad agrícola y la propiedad privada—fue acompañado por el paso del matriarcado primordial a un patriarcado represivo. Veía la opresión de género como consecuencia de relaciones sociales surgidas del régimen de propiedad privada, régimen que incluía a la mujer como mercancía. La explotación de la mujer por el hombre era análoga a, y derivada de, la explotación del proletario por el burgués. La sociedad sin clases resolvería ambos conflictos de manera simultánea.

Como feminista, sin embargo, Engels fue más “utópico” que “científico”. Avanzado el siglo XX, quedó claro que la emancipación proletaria no significó la automática emancipación de la mujer, ni mucho menos. En otras palabras, el socialismo realmente existente emparejó, aunque no igualó, el ingreso entre mujeres y hombres. Y en todas las otras áreas de reivindicación de género—derechos civiles, representación política, autonomía, derechos culturales e identidad—la mujer permaneció tan subyugada como en el capitalismo.

Lo cual subraya que el Día Internacional de la Mujer es aspiracional, una agenda de derechos aún hoy truncada. Justamente, el Banco Mundial reporta en fecha reciente que sólo en 14 países de todo el mundo—14 sobre 190, esto es—las mujeres gozan del 100 por ciento de los derechos de los hombres. Y ello en las más variadas categorías, incluida la remuneración por igual trabajo. En América Latina, por ejemplo, la brecha salarial oscila entre el 15 y el 30 por ciento. Queda bastante camino por recorrer para que las mujeres realmente facturen, según nos canta Shakira.

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Nótese que la reivindicación salarial era parte de la primera marcha de 1908, ello ilustra todo lo que está pendiente. Parte del problema es que segmentos importantes del movimiento feminista han desandado el camino de las demandas materiales—la ley, los derechos, el ingreso—para adoptar un sesgo marcadamente identitario y culturalista.

Se invierten recursos en vigilar el lenguaje, si las palabras terminan con a, o, e, ó x; a veces se olvida que en la pobreza es difícil empoderar. Ello es problemático, los recursos, materiales, humanos, comunicacionales y simbólicos, son finitos. Deben gastarse con racionalidad, el énfasis en lo cultural descuida lo prioritario; es comenzar por el final.

En buena parte ello es reflejo de lo ocurrido en el pensamiento socialista (y el feminismo tiene origen en el socialismo) donde el constructivismo de Foucault mató y enterró al materialismo histórico de Marx y Engels. Con ello se desarticula el orden de prioridades de las demandas, lo imprescindible se diluye en lo accesorio. Repito, se comienza por el final.

En Estados Unidos se repite el otorgar premios a la mujer del año, a la atleta universitaria del año, a la mujer con coraje y otros reconocimientos, a mujeres trans. También ocurrió este 8 de marzo. Y no es que las mujeres trans no merezcan gozar de derechos, y reconocimiento social y legal como mujeres, sólo se trata de determinar si dicha agenda habla por el movimiento feminista. ¿Acaso son realidades idénticas, problemáticas equivalentes? ¿Ambas arenas pertenecen a un mismo universo conceptual e histórico?

Pues el sesgo identitario no robustece la agenda feminista, deriva en una cultura de secta. Ello impide la articulación de un movimiento social amplio y con capacidad de convocar más allá de su clientela natural, condición necesaria para construir coaliciones reformistas exitosas, aquellas capaces de generar cambios sociales. Se requiere una estrategia política que llegue a los hombres, la otra mitad de la sociedad, en apoyo a la agenda de igualdad que expresa el feminismo.

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El feminismo es también “cosa de hombres”, pero la cultura de secta genera actitudes defensivas en muchos de ellos y, con frecuencia, deriva en un discurso ad-hominem (contra los hombres, literalmente). Como en España, donde la Secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, Ángela Rodríguez Pam, aseguró que “los hombres no necesitan ir al Registro Civil para ser violadores, lo son y desgraciadamente en nuestro país lo son bastante”. Si el apoyo de los hombres es importante para la agenda de igualdad que propone el feminismo, estigmatizarlos no será de ayuda alguna.

Además, ello va a contramano de la historia. La movilización desde abajo de los agraviados logra instalar un tema en la deliberación pública, pero el cambio institucional requiere una coalición. La lucha por la igualdad racial en Estados Unidos, los noventa años que van desde la Guerra Civil hasta el fin de la segregación, contó con el apoyo de la elite blanca del nordeste, primero Republicana y luego Demócrata. La instauración del Estado de Bienestar, basado en la movilización de los sindicatos, se construyó con el apoyo de conservadores ilustrados. Si no es que fue iniciado por ellos, en la Alemania de Bismarck o en el Uruguay de Battle y Ordóñez.

Y finalmente, lo obvio: ¿quién legisló el voto femenino en nuestras democracias? No puede haber un feminismo exitoso sin la otra mitad de la sociedad.

Héctor Schamis


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